Cuarta Lectura: Tomó el pan, lo bendijo y lo partió – Parte II

En el segundo día del retiro, la pastora Luisa inauguró la reunión con una reflexión centrada en la esperanza de la resurrección, guiando a los asistentes al pasaje de Lucas 20:27-40. Allí, recordó que Dios no es Dios de muertos, sino de vivos. Estas palabras evocan una verdad que trasciende los siglos: la vida no termina con la muerte cuando se vive en comunión con el Creador. Por la fe, incluso los que han fallecido siguen viviendo en Él. Es en esta esperanza que la resurrección se convierte en una promesa tangible.

El mensaje llevó a los participantes a una profunda reflexión, continuando con el relato de Lucas 24, donde dos discípulos caminaban hacia Emaús, sin saber que Jesús resucitado caminaba junto a ellos. Sus ojos estaban velados, no por ceguera física, sino porque sus corazones aún estaban cerrados al misterio del sufrimiento y la cruz.

Al leer Isaías 53:1-9, el grupo meditó en la imagen profética del Siervo Sufriente. Matamos a quien nos amó hasta el final. Jesús, por amor y obediencia hasta la muerte, se convirtió en el sacrificio perfecto. El Cordero inmaculado, que con su último aliento selló la victoria sobre la muerte, nos abrió el camino a la vida eterna.

La cruz no fue un accidente trágico. En Levítico 16, vemos un presagio de lo que Jesús haría por nosotros: el chivo expiatorio, sobre quien el sumo sacerdote impuso sus manos, transfiriendo los pecados del pueblo antes de enviarlo al desierto. Este acto prefiguró a Cristo, quien tomó sobre sí nuestras transgresiones y fue llevado fuera de la ciudad, como enseña Hebreos 13:11-13, para santificarnos mediante su sangre. La cruz se convirtió en el altar de la expiación donde Jesús, el verdadero Cordero, cargó con nuestra culpa.

Este acto no solo nos purifica, sino que nos da acceso al Lugar Santísimo, la presencia misma de Dios. Jesús no vino a condenar al mundo, sino a reconciliarnos con el Padre. Esta es la esencia del Evangelio: un amor que se sacrifica, que se ofrece, que nos busca y nos restaura.
El acto de partir el pan tuvo un poder transformador para los discípulos. Ese gesto les recordó que Jesús se había identificado como el Pan de Vida. En Juan 6:51, Jesús dijo: «Yo soy el pan vivo que bajó del cielo; el que come de este pan vivirá para siempre». Al partir el pan, los discípulos no solo reconocieron a Jesús, sino que también comprendieron la profundidad de su sacrificio redentor. El pan que comieron ahora representaba más que sustento; simbolizaba el cuerpo quebrantado de Cristo, entregado para la salvación de la humanidad.

En ese momento sagrado, sus ojos se abrieron y su fe renació. Comprendieron que la cruz no había sido una derrota, sino la mayor de las victorias. Mediante su sacrificio, Jesús conquistó el pecado y la muerte, y abrió el camino a la vida eterna. Este fue su encuentro con el Señor resucitado, un encuentro que transformó sus vidas para siempre.

Sin embargo, no basta con simplemente escuchar. Como los discípulos de Emaús, nuestros ojos solo se abrirán cuando reconozcamos a Jesús al partir el pan, cuando comprendamos el significado del sacrificio y permitamos que la verdad nos transforme desde dentro.
Este segundo día de retiro fue mucho más que una simple sesión: fue una invitación a mirar más allá de lo visible, a vivir con el corazón bien abierto y a caminar, como aquellos primeros discípulos, con el fuego renovado de haber visto al Resucitado.